1 de enero de 2010

Viajes. Un té.


Hace meses, un sábado, vi en un periódico una foto de Faulkner. La recuerdo a menudo. No era ésta de la derecha, con la pipa en la boca y el sol del oeste. En la que vi en el periódico Faulkner estaba en la cocina de su casa, preparando un té. O tal vez era un café, aguado. Pero yo creo que era un té. Llevaba unos pantalones amplios, de pinzas, y una camisa blanca. Afeitado. Tranquilo. Una imagen doméstica, de paz doméstica, como de domingo a media tarde cuando los invitados ya se han ido.
Paz falsa. La foto es de una época en la que el estado de ánimo de Faulkner debía ser lo más parecido a un maremoto en Indonesia. Escribía sin parar. Obras maestras y cuentos malos de encargo. Guiones. Tenía enormes deudas. Su casa, la de esa cocina, le había costado mucho más de lo que ganaba un escritor cualquiera. Su matrimonio no funcionaba y solía pasear con una rubia en el asiento trasero del coche de Bogart.
Al ver la foto me recordé a mí mismo hace muchos años en una época en la que, tras cada ventana abierta y tras cada habitación iluminada, había una gente con vidas mil veces más interesantes que la mía.
Falsas apariencias. Nunca la paz es doméstica.
Como los viajes. En sueños, con Poe. Eso suele citar un amigo. Claro. Ahí están los mejores viajes, tras los ojos cerrados.
Pero cerca del cruce de Broadway con la 5th hay una librería que es la mejor librería del mundo. La Strand. Y visitarla es perderte en un cuento. Y ser feliz, una tarde.
Mucho más feliz de lo que jamás fue Faulkner.
Adiós, amigos.

No hay comentarios: