1 de enero de 2010

Oh tiempo, oh pirámides



Leo el mensaje de un amigo, Marcos, y veo las fotos de otro, Sándalo, un sábado por la mañana.

En esa lectura hay tres palabras (felicidad, sábado, Borges) que me hacen recordar que un día yo también amé la noche, los arrabales y la desdicha. Y que hoy prefiero las mañanas, el centro y la felicidad.

O no.

Los sábados por la mañana los dedico a mi hijo, que ya tiene cinco años. Solemos ir a Montjuïc. Nos gusta mucho tomar un cacaolat y un agua en una terraza que hay junto a un parque, muy cerca del castillo. Vemos Barcelona. El sol, a veces, deslumbra. A la derecha, la línea del mar. No suele haber nadie y si hay alguien son otros niños con sus padres.

Es una felicidad extraña que no reconozco y me temo que estoy dejando escapar.

A Montjuïc también llevé a varias de las mujeres de las que me enamoré.

Tal vez siga pensando que la felicidad es agotar el sudor de la noche y sus posibilidades. Y así, todavía, leo los mensajes de Marcos, sus conciertos, su adolescencia recobrada.

Y tal vez la felicidad ya no esté ahí.

Y esté en aceptar el final de tus mayores.

En las mañanas con mi hijo, que está aprendiendo a leer y un día será lector de Robert L. Stevenson.

En un parque desde el que se ve la ciudad y se escucha el crujir de los columpios.

En el segundo de los cuatro tomos de las Obras Completas de Jorge Luís Borges.

Elogio de la sombra.

La vejez (tal es el nombre que los otros le dan)
puede ser el tiempo de nuestra dicha.
El animal ha muerto o casi ha muerto.
Quedan el hombre y su alma.
Vivo entre formas luminosas y vagas
que no son aún la tiniebla.
Buenos Aires,
que antes se desgarraba en arrabales
hacia la llanura incesante,
ha vuelto a ser la Recoleta, el Retiro,
las borrosas calles del Once
y las precarias casas viejas
que aún llamamos el Sur.
Siempre en mi vida fueron demasiadas las cosas;
Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar;
el tiempo ha sido mi Demócrito.
Esta penumbra es lenta y no duele;
fluye por un manso declive
y se parece a la eternidad.
Mis amigos no tienen cara,
las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años,
las esquinas pueden ser otras,
no hay letras en las páginas de los libros.
Todo esto debería atemorizarme,
pero es una dulzura, un regreso.
De las generaciones de los textos que hay en la tierra
sólo habré leído unos pocos,
los que sigo leyendo en la memoria,
leyendo y transformando.
Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte,
convergen los caminos que me han traído
a mi secreto centro.
Esos caminos fueron ecos y pasos,
mujeres, hombres, agonías, resurrecciones,
días y noches,
entresueños y sueños,
cada ínfimo instante del ayer
y de los ayeres del mundo,
la firme espada del danés y la luna del persa,
los actos de los muertos,
el compartido amor, las palabras,
Emerson y la nieve y tantas cosas.
Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro,
a mi álgebra y mi clave,
a mi espejo.
Pronto sabré quién soy.

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