3 de enero de 2010

Profesiones tristes


Todo melancólico debería huir de lo que le ponga triste. Buscar las mañanas de sábado, los mercados, la dicha, escribir con tu hijo de cinco años sentado encima, una piscina vacía, un bar. Ese café.


No debería ir al circo. Porque la gente de circo tienen la profesión más triste del mundo y uno está allí, en las gradas medio vacías, y los ve contorsionarse o montar a caballo, hacer malabares o saltar, y se siente una opresión, aquí, fuerte.


Una profesión polvorienta. 


Como ser cuidador de los elefantes del zoo. Cobrador del metro. Funcionario en un ayuntamiento de los suburbios. Marinero en un petrolero.


Me parecen tan tristes.


Me parecen tristes los hombres estatua de las Ramblas. Tristísimos en su silencio y en sus ojos enrojecidos. 


Me parecen tristes los profesores de idiomas en verano. Nunca hay playa para los que enseñan español para extranjeros en agosto. Tal vez exagere, pero me parecí triste cuando lo fui durante tantos años.


Me parecen tristes los músicos de esas orquestas con cantante que giran por los pueblos, en fiestas, tocando chachachá o boleros. 


Me parecen tristes los pianistas de ciertos restaurantes que tienen pianista. 


Me parecen muy tristes los hombres que hacen de Papá Noel a la puerta de algunas tiendas. Los hombres que se pintan de negro para ir en la caravana de Baltasar.


Me parecen triste los payasos que vienen a las fiestas infantiles y no hacen reír a nadie.


Pero nada me parece más triste que los payasos de circo. Esa es la profesión más triste del mundo.


Huyamos de ellos. Huyamos de los circos y de sus payasos. Más estos días, que es Navidad.

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